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miércoles, 27 de agosto de 2008

Curso gratuito de escritura creativa

Curso gratuito de escritura creativa Curso gratuito de escritura creativa wilofm
Te regalo este curso gratuito de escritura que http://www.escueladeescritores.com/ me hizo llegar por cumplir un tiempo de suscripción a sus boletines.

Son 46 páginas dirigidas a las personas que aún no han tenido la posibilidad de acercarse a la creación literaria y que desean escudriñar los entresijos de la escritura de ficción. El manual explica lecciones como Los utensilios del lector, las palabras, el ritmo del discurso, la composición, el diálogo, el punto de vista del narrador... y, al final de cada lección, propone trabajos para que puedas aplicar lo avanzado.

Puesto que los talleres de escritura son caros, al menos en Bolivia -además de escasos- ésta es una excelente oportunidad para comenzar. Es un libro muy útil sienta las bases para empezar a escribir. Asimismo, te proporciona ejemplos acerca del contenido de las lecciones.

Aprovéchalo, es gratis.

Descargar: Curso gratuito de escritura creativa (pdf)

miércoles, 23 de julio de 2008

BORRACHO ESTABA, PERO ME ACUERDO. EVOCACIONES DE LA MARGINALIDAD

Es como entrar en un mundo irreal, donde lo peor es trajinar en la calle esperando el amanecer en el frío de la eterna noche, a veces bajo la lluvia; calentarse en los basurales junto con los perros y bajo las amenazas de los policías; comer los desperdicios de las comidas mezcladas con colillas de cigarrillos y servilletas; dormir sólo unas horas, antes de recibir un balde de agua fría…
Pero es un mundo real, aquel que Víctor Hugo Viscarra (1958-2006) vivió durante 30 años y describe en sus memorias: Borracho estaba, pero me acuerdo, editado por Correveidile en 2002. Un testimonio enternecedor que palpa la marginalidad de una sociedad que muchas veces parecemos ignorar y que –como dice Víctor Hugo– “espera que el tiempo sea benevolente para quienes hemos vivido insertos en él”.

FRAGMENTO:


“Una noche –le contaba– estaba por la zona de Munaypata. Como sabía que no tenía dónde ir a descansar, empecé a caminar; pasé por Villa Victoria, la Estación Central, la zona norte, la avenida Tejada Soriano, la plaza Villarroel y la avenida de las Américas, hasta llegar a los prostíbulos de Chuquiaguillo, al final de Villa Fátima. A modo de hacer hora, entré al Redondo, a la Chawaya, al 111 y otros puteros más, para conversar con algunas amigas y ver si alguna me podía invitar unos tragos. Después regresé a pie hasta la plaza Villarroel, bajé toda la avenida Busch hasta el parque triangular, de ahí subí al estadio y por la avenida Simón Bolívar me fui hasta el obelisco, donde llegué a eso de las dos y media de la madrugada. Aún faltaban cuatro horas para que las puertas de San Francisco se abrieran y tenía todo el cuerpo cansado. A pesar de haber caminado más que el Judío Errante, debía seguir haciéndolo para evitar que el frío castigara mi cuerpo mal abrigado y falto de aliento. En esos momentos lo que más me antojaba era tomarme una taza caliente de café (aunque sea sin pan), pero desgraciadamente estaba sin un solo peso. El sueño quería cerrar mis ojos, estaba temblando y tenía que caminar todavía cuatro largas horas”. Pag. 41
Links relacionados:
Victor Hugo Viscarra, encuentros y desencuentros. En este artículo, Álex Ayala recuerda los tres encuentros que tuvo con Víctor Hugo Viscarra antes de su muerte.

lunes, 23 de junio de 2008

LA MÁS GRANDE FOGATA DE SAN JUAN

Por Wilfredo Jordán

Caminábamos sin rumbo -como solíamos hacerlo cada noche de San Juan- aquel añejo 23 de junio de 1990. Habíamos fabricado antorchas que encendimos con fogatas ajenas y nos habíamos alejado tanto del vecindario que de un momento a otro nos vimos en los márgenes de la civilización, trajinando entre casas algo distantes, la mayoría erigida en adobe, erguida en una sola planta y algunas todavía con techos de paja. Eso sí, cada una con su respectiva llamarada, como mandaba la tradición.

Nos atrajo la rutina jocosa de cuatro niños, quienes lanzaban sus estrellitas* al aire, observaban el destello que producían al caer y corrían a cogerlas para volver a lanzarlas. Así el juego se repetía ante nuestras miradas cómplices y la sonrisa de sus padres y familiares que bebían al calor de su fogata y del ponche, hasta que el niño más pequeño lanzó su "chispita" con tanta fuerza que ésta se elevó en el aire y cayó en el techo de paja de una choza que la familia, seguramente, utilizaba como depósito.

La paja ardió con tanto vigor que la choza se convirtió en la fogata más grande de la zona. El niño que la originó, "pasmado", sólo atinó a llorar, sus compañeritos echaron a correr, y los padres, anonadados, se quedaron como estatuas por unos segundos, copa en mano contemplaron la llamarada y sólo después buscaron cubetas con agua para apagar la combustión y salvar lo que todavía estaba intacto.

La Paz, junio de 2008

* Estrellita.- Barrita que al prenderse con fuego chispea hasta consumirse. Se acostumbra jugar con ella durante la noche de San Juan.
Otros cuentos de Willy Jordan:

lunes, 5 de mayo de 2008

MI INTIMIDAD SIN TI

Por: Roxana Selúm Yabeta

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Quevedo

Recuerdas, Omar, la noche aquella de nuestro aniversario de bodas. Yo te esperaba ansiosa para ir a celebrar. Me puse las ligas con aquellas medias negras que tanto de gustaban, el vestido rojo pegado al cuerpo, los tacones altos, el maquillaje antiguo, eran las 12:00 y aún no llegabas.

Casi al alba, me quité el vestido, desabotoné el sostén apretado y al incorporarme para quitarme las medias sentí tus labios recorriendo mi espalda con furia loca, como antes, como entonces, y me dejé llevar por ese placer que llenaba todo mi espacio. Los cuerpos rodaron hilvanando en la mente la más grande de las sensaciones.

Tú lamías, gemías, respirabas como un potro en celo y murmurabas.

-Me gustas todita, toda entera tú. Me quedaría por siempre dentro tuyo.

Luego nos volteamos, tú sabes, basas, me muerdes, te escurres hacia abajo y besas hasta hacerme perder los estribos. Tu boca es un huracán, tu lengua explora en aquella selva negra, mi cuerpo es monte abierto, tus manos son garras que se aferran a mis nalgas y penetras, penetras...

-¡Ay!, cómo me gusta lo que tu cuerpo destila -dijiste.

-Destila la miel que tu cercanía produce -balbuceé, ya en el límite. Te incorporaste hasta mi boca introduciéndolo todo y bebí aquella leche de la vida.

Había pasado sólo unos minutos... las medias resbalaron, mi deseo era explotado por la memoria. Mi mano en el vértice simulaba tu lengua... mientras yo alcanzaba el cielo, tú con tu puta soñabas en que ella, como Magdala, podría algún día ser redimida.

Me incorporé sin prisa, limpié el rimel de mis ojos, despinté el carmín de mis labios. ¡Mi intimidad sin ti son sábanas sin arrugas!

SELÚM YABETA, Roxana. Mi intimidad sin ti. Antología del cuento erótico boliviano. Alfaguara: La Paz. 2001

sábado, 23 de febrero de 2008

AZARES

Por Wilfredo Jordan

I
Áxel miraba por la ventana. Cuando volteó, vio a Libia frente al espejo. La brasilerita de cabellos rubios encrespados y ojos místicos estaba con los pies separados a discreción, contemplándose en el cristal y ajustándose el broche del pantalón con la pericia de un científico. Un aire tibio se respiraba en la habitación a esa hora de la mañana, la TV emitía un programa de Discovery Chanel, y una toalla marrón, recién desposeída, yacía sobre la mesa contigua al ropero. Libia se tendió en la cama, se acomodó con las rodillas dobladas y cogió el control remoto para cambiar de canal.

—¿Fumas? —le preguntó Áxel en un claro propósito de arrancarle unas palabras, pues hacía buen rato que la conversación se manejaba entre mohines y frases deshilvanadas. La rubia, visiblemente concentrada en la pantalla, negó con la cabeza

—Entonces ¿Por qué ayer me dijiste que vaya a comprar cigarrillos?

La rubia lo miró fijamente, caviló un segundo y respondió con una sonrisa socarrona, luego sus ojos volvieron a la TV. Parecía inmutada, su comportamiento no mostraba ni un solo vestigio de lo que había hecho hace unas horas, cuando entró en el camerino de los músicos y conoció a Áxel.

Esa noche había salido con sus amigas a una discoteca de la Jorge Carrasco. El local era enorme, tenía el piso alfombrado, paredes de espejos empotrados y cientos de luces inteligentes que se repartían dibujando figuras geométricas por toda la pista. En el ingreso había un letrero con la inscripción: Hoy Amazonas. El nombre, que le hizo recuerdo a su tierra, la indujo a acercarse al camerino; cuando lo hizo, un tipo pálido, con porte de hombre mono, de nombre Simón, y de profesión cantante, se le apareció y le hizo el protocolo de presentarle a sus compañeros, en ese instante llegó Áxel, quien tras saludarla, se fue a templar su guitarra. A los dos minutos, el grupo ya estaba tocando.

Libia estaba adormecida por el licor, sin darse cuenta se vio bailando en medio de los músicos, moviendo sus caderas como un torbellino de curvas incipientes, subiendo y bajando las piernas, a ratos apoyaba las manos en sus muslos, éstos, al descender, se inflaban voluptuosos e incitantes a la lujuria. Se sintió tan absorta en sus meneos que ignoró los gestos de sus amigas cuando la llamaron para avisarle que debían marcharse. A tanta insistencia, movió la mano y respondió con un no, y luego con un adiós.

Terminado el primer "set" buscó a Áxel, que se descolgaba la guitarra. Le exprimió unas gotas de limón salado en la boca y le dio de beber un sorbo de tequila, después le clavó un beso y se borró del panorama.

II
—Son unas "pildoritas" esas brasileras, se han ido sin pagarme los vasos rotos —reclamó la mesera en tono hostil mientras colocaba el singani, la jarra con el mezclador y los vasos cristalinos sobre la mesa del camerino.

—Tranquila, ya se fueron —respondió sonriendo el baterista.

La mesera expandió los ojos y, luego de coger la charola, salió del cubículo.

—La brasilerita me dijo que volvería —exclamó Simón, que examinaba la botella de singani con ínfulas de catador añejo—, la semana que viene debe partir a Manaus y hoy quiere parranda, pero no hay que dirigirle la palabra, yo no lo haré. Debe ser una "pildorita", como dice la mesera.

Los muchachos murmuraron y sonrieron al unísono, y Simón comenzó a servir el trago. Mientras lo hacía, habló sobre un operativo que había hecho la Policía hace unos días. En la ocasión, en un boliche cercano, habían detenido in fraganti a tres mujeres que le sustraían sus pertenencias a un trío borrachos dormidos, y en la requisa, los agentes les habían decomisado sedantes molidos. Alardeaba y bebía tan plácidamente que arrugó el entrecejo y clavó una filosa mirada a la puerta cuando ésta se abrió, pero luego la canjeó por una sonrisa cuando vio que era Libia, que no había tardado ni media hora en volver.

Su retorno motivó el silencio cómplice de la muchachada, excepto de Simón, que impulsado por la bebida y olvidándole de sus palabras, se creyó destinado a cogerla.

—¡Pero miren a quién tenemos aquí! —se le acercó, le invitó un vaso, la tomó por la cintura y la llevó al sillón del fondo— Ven acá y siéntate conmigo que tú y yo tenemos que platicar.

Trataba de hacerle conversación dándole de beber algunos sorbos, pero a momentos se sentía desubicado, pues el español de la rubia seguía sonando a portugués. Libia alternaba sus palabras con algunas miradas dirigidas a Áxel y tras cubrirse la boca para ocultar un bostezo, guardaba sus manos entre sus muslos y volvía a escuchar. El anuncio de la segunda tocada interrumpió a Simón y puso de nuevo a los muchachos en el escenario. Esta vez Libia, más sosegada, agarró una de las chaquetas tiradas en el sillón, se la puso de buen agrado y se limitó a mirar.

Terminado el show buscó a Áxel y se lo llevó a un rincón del escenario.

—Vamois a sentarnos a otro lado —le dijo, se acomodó sobre una caja improvisada al lado de la batería y le enseñó un billete de veinte bolivianos—. Compra cigarrillos.

Mudo, el joven recibió el dinero, miró hacía el camerino y se topó con los rostros de sus compañeros, todos lo observaban. Simón llevó su índice debajo de su párpado derecho, en el borde de la órbita ocular, y se abrió el ojo. Áxel hizo una mueca de haber entendido el mensaje.

—¡Eh, mejor te despacho a tu casa! —dijo, sin saber bien lo que haría. Libia asintió, entrecruzó su mano con la de su acompañante y salieron de la discoteca.

III
Afuera soplaba un tenue frío, aún había gente en las calles. La pareja caminó unos metros y Libia agarró un taxi.

—¿Pando y América? —le preguntó al chofer.
—30 bolivianos —respondió éste.

La rubia asintió y ambos entraron en el asiento trasero del vehículo. Las llantas comenzaron a rodar.

—Hay dinero en mi billetera, busca en el bolsillo derecho de la chaqueta —dijo Áxel. La rubia escrutó un par de veces, pero no halló nada. Al verla, el joven se extrañó un poco. "Ésas brasileras son unas 'pildoritas', se han ido sin pagarme los vasos", las palabras de la mesera irrumpieron con vibraciones sonoras en su cerebro, pero trató de disimular.

—Entonces, sólo tenemos los 20 que me diste. No nos alcanza.

La mujer fingió no escuchar y se puso a tararear una canción.

Áxel se quedó en silencio, el timbre cálido de Libia le hizo pensar unos minutos mientras el coche avanzaba a gran velocidad. La noche era caliente ahí adentro y todo se alternaba con algunas órdenes que la brasilerita le daba al chofer. De pronto, el muchacho ordenó parar el coche.

—¡Aquí me quedo! —exclamó con voz firme.

Libia lo miró súbitamente, posó sus labios en los de su acompañante y le habló tiernamente.

—No —le acarició una mejilla— Tú vais a mi apartamento.

El coche se internó en un callejón oscuro tan sólo iluminado por un enorme letrero de bordes relucientes con la inscripción: Atlántida, sobre éste se imponía la escultura de un gran terodáctilo prehistórico con las alas abiertas. Era la entrada de un hotel de diez pisos cuyas ventanas, a esa hora, eran casi imperceptibles.

El taxi se detuvo y Áxel sacó el billete. Libia, tras mirarlo, apoyó su pierna derecha en el borde del asiento y subió el botapié de su pantalón, su piel blanca resplandeció como un faro en la penumbra del vehículo, deslizó el cierre de su bota y de su media sacó un par de pendientes dorados, los juntó con el billete y se los ofreció al conductor.

—Con esto alcanza

El chofer recibió el efectivo y rechazó los aretes. Sin pensarlo, la rubia salió del coche y entró en el edificio por una puerta pequeña contigua al parkeo, la principal, de vidrio transparente, estaba cerrada.

—Espéreme un segundo —exclamó Áxel, que siguió la misma ruta de su ocasional pareja. Cuando se internó en el edifici, se encontró con un aire abrazador, plantas esmeradamente cuidadas, un living de terciopelo rojo, un televisor de pantalla plana y un mostrador con una colección de llaves plateadas fijadas en la pared. Un señor veía la TV y otro le daba una llave a Libia, que hurgaba en sus bolsillos. Sacó una moneda de cinco, se lo dio a Áxel y lo miró con ojos de cachorra tierna, como diciéndole: "No tengo más dineiro".

El joven no lo pensó más y buscó en su pantalón, tomó la única moneda que le quedaba y se la enseñó, Libia al darse cuenta señaló al coche con las cejas y Áxel corrió como un vasallo. Cuando volvió la brasilerita lo cogió de la mano y lo condujo hacia el ascensor, subieron al quinto piso, abrió una de las puertas y lo hizo pasar. Y ahí estaban: en la habitación número 502 del Quinto Piso del hotel Florida, varios pensamientos rondaban en la cabeza del muchacho mientras cerraba la cortina y contemplaba las tremendas curvas de la cintura de Libia, que yacía de espaldas, junto a su ropero, quitándose su top rojo para canjearlo por una polerita de algodón sin mangas que utilizaba para dormir. Frente a la cama, una película americana incitaba a la intimidad y sometía a la bombilla de luz que iluminaba la habitación, que, en dos minutos más, quedaría en penumbra.

La Paz, enero de 2005

viernes, 2 de noviembre de 2007

EL ARREPENTIMIENTO

---CUENTO---
¡Quería que fuera un sueño! Esperaba que ella llegara y, cuando lo hiciera y le preguntara sobre lo que habían hablado, ella respondiera: "No, mi amor. Yo te quiero y estaremos juntos siempre".

Pero no fue así. Jessica se presentó en la esquina del colegio, en el centro de la ciudad. Cuando lo vio le tocó la espalda y le dio un beso en la mejilla, como no solía hacerlo hace más de cuatro meses. Con una expresión tajante le sugirió que diga lo que tenga que decir de una vez.

Miguel se sintió intimidado, como un pollito, y blandió palabras timoratas y enredadas. El sol reluciente de mediodía se reflejaba diáfano en sus ojos mientras se acercaban a la puerta de ese recinto. Allí le pidió que le dé la última oportunidad, que la llama no debía apagarse aún y que si encontraba un solo resquicio de amor en algún sitio de su corazón, se aferrara a él para intentarlo una vez más.

A Jessica, esas palabras le sonaban a disco rayado. Oía las mismas frases una y otra vez. Pero había decidido que este encuentro no sería igual. Lo escuchó con indiferencia y cuando creyó que era el momento, lo miró con sorna y lo cortó.

-Sí, pero ya no quiero ¿Tú crees que puedo olvidar todo lo que me hiciste? -le increpó, dibujó una mueca y con eso lo selló todo. Entró en el colegio y se esfumó entre la multitud, como una nube en una tarde de ventarrón.

El muchacho quedó completamente anonadado, su rostro se asemejaba a la de un hombre ciego, sin rumbo, sin ton ni son. Ensimismado, apoyado en las barandas de la acera, recordó la llamada que le hizo cuatro días antes, aquel martes por la noche.

-¿Podríamos salir el sábado, Jessica? -le preguntó. Y un silencio absoluto los unió en la distancia.

-No sé -le respondió, su voz se oía tierna pero firme.

Quedaron en llamarse al día siguiente; pero las cosas ya no eran como antes. De algún modo, Miguel sentía la presencia de un verdugo que lo intimidaba cada vez más, y, conforme pasaban las horas, éste le metía una horca en el cuello y lo restregaba como saboreando una agonía paso a paso, aquellas de las que el "señor muerte" disfruta en su infierno y la víctima siente y resiente hasta los últimos límites del estupor.

Cuando se conocieron todo era diferente. Jessica había llegado a la fiesta con un abrigo de pieles marrón y una solapa que abrazaba su piel con lujuria, como una gatita mansa que se mece cariñosa en el regazo de su amo. Sucedió una noche de marzo. Entre coqueteos tiernos, bromas y francas sonrisas, ella le había confesado que venía por él, y, aunque esa noche se despidieron como amigos, sabían que volverían a encontrarse.

Salieron a la semana siguiente, fueron a bailar y a beber juntos. Se divirtieron tanto que terminaron amándose en un lecho de pasión incipiente increíblemente abrazadora. Hasta el último día Jessica recordaría esa primera vez juntos y no se arrepentiría nunca por haberse atrevido a tanto en esa cita.

Las noches de desenfreno se repitieron, pero con el tiempo Miguel empezaría a manejar en reversa. Atado a los rumores de que Jessica era la Violeta de la que hablaba Xabier Velasco en su Diablo Guardián, le puso un cerrojo a su corazón; pero ignoraba que la choquita de belleza mística, de piel trigueña y labios finos había decidido ser la niña buena que había encontrado al galán perfecto para entregarse en cuerpo y alma desde un principio. Y solía demostrarlo muy bien. Cuando iban al café, la romántica nata por excelencia no paraba de abrazarlo y de dibujar besos en su cuello, lo llamaba para oír su voz, le confiaba sus más íntimos secretos, lo abrazaba con la más inocente delicadeza y le regalaba besos inolvidables, y a cambió sólo le pedía un poco de amor. Y es que cuando dos coches avanzan en sentido contrario, el choque es inminente: luego de unos meses, la choquita terminó fulminada por las pinzas y tijeras del quirófano, con un dolor físico causado por una peritonitis aguda; y un dolor emocional que quebraba a pedazos cada resquicio de su alma hasta dejarla casi muerta y sin ganas de vivir. Y todo por el desaire de Miguel, que hasta el último momento creyó en los rumores de Violeta y se negó a visitarla cuando más ella lo necesitaba.

Jessica convaleció por un mes en una lúgubre cama de nosocomio. En ese tiempo decidió olvidarlo, pero antes tenía que verlo. "Para saber qué siento", se decía.

Una mañana se citaron en la esquina del colegio, fueron a pasear a la Terminal Interdepartamental, allí oyeron una canción y luego la muchacha lo llevó a conversar en la banqueta de la plaza de la Virgen, que quedaba a unos pasitos de su casa. Ese encuentro bastó pata que supiera que lo seguía amando y, cuando se lo dijo, él le salió con que tenía otra. Esa frase entró como una daga en las entrañas de la joven, mas supo controlarse y no le reprochó. Se dijo a sí misma que una mujer debe saber esperar y que lo había de hacer pacientemente. Lo soñó incontables noches en su habitación y siempre estuvo pendiente de él hasta que supo que esa relación había fracasado.

Después de unos días se citaron. Esa tarde, en una placita del centro, Jessica vio a un Miguel angustiado y derrotado. Ella lo escuchó pacientemente y le dio una muestra de su más límpido amor:

-Debería sentirme bien por lo que te pasó, pero no es así. Me haces sentir mal a mí también.

La consoló hasta donde pudo, le ofrendó su vida para calmar siquiera un poco del dolor que le había causado ese amor ajeno, y le propuso volver. Miguel aceptó, y con él volvieron sus ínfulas. El tiempo se encargaría de invertir los papeles y de que leonsito indomable pagara cada una de sus faltas.

La gota derramó el vaso un domingo de julio, cuando la joven fue a visitarlo para celebrar sus cumpleaños. Esa noche, el soberbio jactancioso le pagó con apatía. Esa actitud le bastó para dictar la sentencia final: la Jessica ducha en las lides del amor volvería para cobrar con creces su factura, y se lo advirtió: "como me tratas te trataré", le dijo.

Empezó rechazando las citas; cuando lo aceptaba, se mostraba fría como un insensible bloque de hielo; su corazón comenzó a exhumarse y empezó a manejar a Miguel como un indefenso títere en manos de una veterana prestidigitadora que tiene el don hasta de quitarle la vida: le contaba sus experiencias más íntimas con otros cuerpos; sus ganas de volver a ser la de antes; los méritos que habían hecho los incontables pretendientes a los que había dado un beso de picaflor para que quedaran encantados a su merced, tanto que varios la seguían buscando; su deseo de escoger a uno de ellos para "hacer cositas"; se negó hasta el más mínimo roce de cuerpo entre ambos aduciendo que simplemente "no le nacía"... Así lo moldeó a su antojo y, cuando lo creyó listo para la estocada final, cogió al mejor de sus amigos y le clavó uno de sus mejores besos en presencia de su víctima.

En un segundo, Jessica se dio cuenta de que la amaba. En sus ojos, ese amor creció como un relámpago y se desvaneció indisoluble como pompas de jabón. Huyó sin rumbo hasta encontrar un refugio para adormecerse en interminables tragos de alcohol, pero el efecto había de ser fugaz. Las lágrimas comenzaron a brotarle con dolor, un dolor filoso e irónico. Y empezó a recordar cada una de las cosas que había acabado de perder: la forma en que le decía "me gustas cuando te enojas", los besos en la oreja, los eternos abrazos, la orden de que cerrara los ojos para ser mimado a besos, su romanticismo nato, sus palabras, su cuerpo y sus deseos de entregarse tibia tal cual era, su fragancia natural, su belleza, su idea de comprar un par de anillos, el koala de peluche, el reloj mandado ha hacer, la tarjeta gigante de cumpleaños, su ternura, sus innovadoras ideas de alcoba... Y se tragó uno a uno sus desatinos: su frialdad, sus ínfulas, sus reproches cada vez más reiterativos, su abandono, la vulgaridad de sus palabras, el "cero" de detalles... Y lloró sin consuelo hasta caer rendido por obra del sueño.

A los dos días, el descomunal león se transformó en un frágil gatito que había logrado armarse de valor para pedir perdón. Compró unos pendientes, cortó una rosa, escribió unas cartas y fue a entregársela implorándole gracia por todos sus desaciertos. Ella la atendió frívola, recibió los regalos y se marchó. La mañana siguiente Miguel la llamó para hacerle una cita, pero Jessica le respondió que su relación "había terminado definitivamente". Él sintió derrumbarse y, agarrándose de la última hebra de cordura, le rogó que hablaran, mas la muchacha no cedía. En su desesperación, Miguel le pidió que se encontraran en la esquina del colegio y le rogó hasta lograr convencerla.

Y en un cuarto de hora se vio allí. Miguel esperando entre la multitud en la esquina del colegio, ensimismado, arrepintiéndose como nunca y tragándose cada infamia que le hizo a su amada, cerró los ojos y sintió cómo las dagas penetraban en su cuerpo hasta que un toquesito en la espalda y un beso en la mejilla lo sacaron de su letargo. Era Jessica, que tras saludarla lo fulminó con la mirada.

-Lo que tengas que decirlo dilo ahora, no tengo mucho tiempo.

Y Willy comenzó a implorar a trompicones, pero Jessica no lo dejó y lo cortó de inmediato, tapó sus labios con su índice y acto seguido le robó un beso.

-Callate tontito. ¿Acaso tengo que seguir dándote lecciones para que te des cuenta de que me amas?

Y un nuevo beso, ahora más intenso, los llevó por los incontables meandros de la eternidad.

La Paz, agosto de 2007