---CUENTO---
¡Quería que fuera un sueño! Esperaba que ella llegara y, cuando lo hiciera y le preguntara sobre lo que habían hablado, ella respondiera: "No, mi amor. Yo te quiero y estaremos juntos siempre".
Pero no fue así. Jessica se presentó en la esquina del colegio, en el centro de la ciudad. Cuando lo vio le tocó la espalda y le dio un beso en la mejilla, como no solía hacerlo hace más de cuatro meses. Con una expresión tajante le sugirió que diga lo que tenga que decir de una vez.
Miguel se sintió intimidado, como un pollito, y blandió palabras timoratas y enredadas. El sol reluciente de mediodía se reflejaba diáfano en sus ojos mientras se acercaban a la puerta de ese recinto. Allí le pidió que le dé la última oportunidad, que la llama no debía apagarse aún y que si encontraba un solo resquicio de amor en algún sitio de su corazón, se aferrara a él para intentarlo una vez más.
A Jessica, esas palabras le sonaban a disco rayado. Oía las mismas frases una y otra vez. Pero había decidido que este encuentro no sería igual. Lo escuchó con indiferencia y cuando creyó que era el momento, lo miró con sorna y lo cortó.
-Sí, pero ya no quiero ¿Tú crees que puedo olvidar todo lo que me hiciste? -le increpó, dibujó una mueca y con eso lo selló todo. Entró en el colegio y se esfumó entre la multitud, como una nube en una tarde de ventarrón.
El muchacho quedó completamente anonadado, su rostro se asemejaba a la de un hombre ciego, sin rumbo, sin ton ni son. Ensimismado, apoyado en las barandas de la acera, recordó la llamada que le hizo cuatro días antes, aquel martes por la noche.
-¿Podríamos salir el sábado, Jessica? -le preguntó. Y un silencio absoluto los unió en la distancia.
-No sé -le respondió, su voz se oía tierna pero firme.
Quedaron en llamarse al día siguiente; pero las cosas ya no eran como antes. De algún modo, Miguel sentía la presencia de un verdugo que lo intimidaba cada vez más, y, conforme pasaban las horas, éste le metía una horca en el cuello y lo restregaba como saboreando una agonía paso a paso, aquellas de las que el "señor muerte" disfruta en su infierno y la víctima siente y resiente hasta los últimos límites del estupor.
Cuando se conocieron todo era diferente. Jessica había llegado a la fiesta con un abrigo de pieles marrón y una solapa que abrazaba su piel con lujuria, como una gatita mansa que se mece cariñosa en el regazo de su amo. Sucedió una noche de marzo. Entre coqueteos tiernos, bromas y francas sonrisas, ella le había confesado que venía por él, y, aunque esa noche se despidieron como amigos, sabían que volverían a encontrarse.
Salieron a la semana siguiente, fueron a bailar y a beber juntos. Se divirtieron tanto que terminaron amándose en un lecho de pasión incipiente increíblemente abrazadora. Hasta el último día Jessica recordaría esa primera vez juntos y no se arrepentiría nunca por haberse atrevido a tanto en esa cita.
Las noches de desenfreno se repitieron, pero con el tiempo Miguel empezaría a manejar en reversa. Atado a los rumores de que Jessica era la Violeta de la que hablaba Xabier Velasco en su Diablo Guardián, le puso un cerrojo a su corazón; pero ignoraba que la choquita de belleza mística, de piel trigueña y labios finos había decidido ser la niña buena que había encontrado al galán perfecto para entregarse en cuerpo y alma desde un principio. Y solía demostrarlo muy bien. Cuando iban al café, la romántica nata por excelencia no paraba de abrazarlo y de dibujar besos en su cuello, lo llamaba para oír su voz, le confiaba sus más íntimos secretos, lo abrazaba con la más inocente delicadeza y le regalaba besos inolvidables, y a cambió sólo le pedía un poco de amor. Y es que cuando dos coches avanzan en sentido contrario, el choque es inminente: luego de unos meses, la choquita terminó fulminada por las pinzas y tijeras del quirófano, con un dolor físico causado por una peritonitis aguda; y un dolor emocional que quebraba a pedazos cada resquicio de su alma hasta dejarla casi muerta y sin ganas de vivir. Y todo por el desaire de Miguel, que hasta el último momento creyó en los rumores de Violeta y se negó a visitarla cuando más ella lo necesitaba.
Jessica convaleció por un mes en una lúgubre cama de nosocomio. En ese tiempo decidió olvidarlo, pero antes tenía que verlo. "Para saber qué siento", se decía.
Una mañana se citaron en la esquina del colegio, fueron a pasear a la Terminal Interdepartamental, allí oyeron una canción y luego la muchacha lo llevó a conversar en la banqueta de la plaza de la Virgen, que quedaba a unos pasitos de su casa. Ese encuentro bastó pata que supiera que lo seguía amando y, cuando se lo dijo, él le salió con que tenía otra. Esa frase entró como una daga en las entrañas de la joven, mas supo controlarse y no le reprochó. Se dijo a sí misma que una mujer debe saber esperar y que lo había de hacer pacientemente. Lo soñó incontables noches en su habitación y siempre estuvo pendiente de él hasta que supo que esa relación había fracasado.
Después de unos días se citaron. Esa tarde, en una placita del centro, Jessica vio a un Miguel angustiado y derrotado. Ella lo escuchó pacientemente y le dio una muestra de su más límpido amor:
-Debería sentirme bien por lo que te pasó, pero no es así. Me haces sentir mal a mí también.
La consoló hasta donde pudo, le ofrendó su vida para calmar siquiera un poco del dolor que le había causado ese amor ajeno, y le propuso volver. Miguel aceptó, y con él volvieron sus ínfulas. El tiempo se encargaría de invertir los papeles y de que leonsito indomable pagara cada una de sus faltas.
La gota derramó el vaso un domingo de julio, cuando la joven fue a visitarlo para celebrar sus cumpleaños. Esa noche, el soberbio jactancioso le pagó con apatía. Esa actitud le bastó para dictar la sentencia final: la Jessica ducha en las lides del amor volvería para cobrar con creces su factura, y se lo advirtió: "como me tratas te trataré", le dijo.
Empezó rechazando las citas; cuando lo aceptaba, se mostraba fría como un insensible bloque de hielo; su corazón comenzó a exhumarse y empezó a manejar a Miguel como un indefenso títere en manos de una veterana prestidigitadora que tiene el don hasta de quitarle la vida: le contaba sus experiencias más íntimas con otros cuerpos; sus ganas de volver a ser la de antes; los méritos que habían hecho los incontables pretendientes a los que había dado un beso de picaflor para que quedaran encantados a su merced, tanto que varios la seguían buscando; su deseo de escoger a uno de ellos para "hacer cositas"; se negó hasta el más mínimo roce de cuerpo entre ambos aduciendo que simplemente "no le nacía"... Así lo moldeó a su antojo y, cuando lo creyó listo para la estocada final, cogió al mejor de sus amigos y le clavó uno de sus mejores besos en presencia de su víctima.
En un segundo, Jessica se dio cuenta de que la amaba. En sus ojos, ese amor creció como un relámpago y se desvaneció indisoluble como pompas de jabón. Huyó sin rumbo hasta encontrar un refugio para adormecerse en interminables tragos de alcohol, pero el efecto había de ser fugaz. Las lágrimas comenzaron a brotarle con dolor, un dolor filoso e irónico. Y empezó a recordar cada una de las cosas que había acabado de perder: la forma en que le decía "me gustas cuando te enojas", los besos en la oreja, los eternos abrazos, la orden de que cerrara los ojos para ser mimado a besos, su romanticismo nato, sus palabras, su cuerpo y sus deseos de entregarse tibia tal cual era, su fragancia natural, su belleza, su idea de comprar un par de anillos, el koala de peluche, el reloj mandado ha hacer, la tarjeta gigante de cumpleaños, su ternura, sus innovadoras ideas de alcoba... Y se tragó uno a uno sus desatinos: su frialdad, sus ínfulas, sus reproches cada vez más reiterativos, su abandono, la vulgaridad de sus palabras, el "cero" de detalles... Y lloró sin consuelo hasta caer rendido por obra del sueño.
A los dos días, el descomunal león se transformó en un frágil gatito que había logrado armarse de valor para pedir perdón. Compró unos pendientes, cortó una rosa, escribió unas cartas y fue a entregársela implorándole gracia por todos sus desaciertos. Ella la atendió frívola, recibió los regalos y se marchó. La mañana siguiente Miguel la llamó para hacerle una cita, pero Jessica le respondió que su relación "había terminado definitivamente". Él sintió derrumbarse y, agarrándose de la última hebra de cordura, le rogó que hablaran, mas la muchacha no cedía. En su desesperación, Miguel le pidió que se encontraran en la esquina del colegio y le rogó hasta lograr convencerla.
Y en un cuarto de hora se vio allí. Miguel esperando entre la multitud en la esquina del colegio, ensimismado, arrepintiéndose como nunca y tragándose cada infamia que le hizo a su amada, cerró los ojos y sintió cómo las dagas penetraban en su cuerpo hasta que un toquesito en la espalda y un beso en la mejilla lo sacaron de su letargo. Era Jessica, que tras saludarla lo fulminó con la mirada.
-Lo que tengas que decirlo dilo ahora, no tengo mucho tiempo.
Y Willy comenzó a implorar a trompicones, pero Jessica no lo dejó y lo cortó de inmediato, tapó sus labios con su índice y acto seguido le robó un beso.
-Callate tontito. ¿Acaso tengo que seguir dándote lecciones para que te des cuenta de que me amas?
Y un nuevo beso, ahora más intenso, los llevó por los incontables meandros de la eternidad.
La Paz, agosto de 2007