Por Wilfredo Jordan
I
Áxel miraba por la ventana. Cuando volteó, vio a Libia frente al espejo. La brasilerita de cabellos rubios encrespados y ojos místicos estaba con los pies separados a discreción, contemplándose en el cristal y ajustándose el broche del pantalón con la pericia de un científico. Un aire tibio se respiraba en la habitación a esa hora de la mañana, la TV emitía un programa de Discovery Chanel, y una toalla marrón, recién desposeída, yacía sobre la mesa contigua al ropero. Libia se tendió en la cama, se acomodó con las rodillas dobladas y cogió el control remoto para cambiar de canal.
—¿Fumas? —le preguntó Áxel en un claro propósito de arrancarle unas palabras, pues hacía buen rato que la conversación se manejaba entre mohines y frases deshilvanadas. La rubia, visiblemente concentrada en la pantalla, negó con la cabeza
—Entonces ¿Por qué ayer me dijiste que vaya a comprar cigarrillos?
La rubia lo miró fijamente, caviló un segundo y respondió con una sonrisa socarrona, luego sus ojos volvieron a la TV. Parecía inmutada, su comportamiento no mostraba ni un solo vestigio de lo que había hecho hace unas horas, cuando entró en el camerino de los músicos y conoció a Áxel.
Esa noche había salido con sus amigas a una discoteca de la Jorge Carrasco. El local era enorme, tenía el piso alfombrado, paredes de espejos empotrados y cientos de luces inteligentes que se repartían dibujando figuras geométricas por toda la pista. En el ingreso había un letrero con la inscripción: Hoy Amazonas. El nombre, que le hizo recuerdo a su tierra, la indujo a acercarse al camerino; cuando lo hizo, un tipo pálido, con porte de hombre mono, de nombre Simón, y de profesión cantante, se le apareció y le hizo el protocolo de presentarle a sus compañeros, en ese instante llegó Áxel, quien tras saludarla, se fue a templar su guitarra. A los dos minutos, el grupo ya estaba tocando.
Libia estaba adormecida por el licor, sin darse cuenta se vio bailando en medio de los músicos, moviendo sus caderas como un torbellino de curvas incipientes, subiendo y bajando las piernas, a ratos apoyaba las manos en sus muslos, éstos, al descender, se inflaban voluptuosos e incitantes a la lujuria. Se sintió tan absorta en sus meneos que ignoró los gestos de sus amigas cuando la llamaron para avisarle que debían marcharse. A tanta insistencia, movió la mano y respondió con un no, y luego con un adiós.
Terminado el primer "set" buscó a Áxel, que se descolgaba la guitarra. Le exprimió unas gotas de limón salado en la boca y le dio de beber un sorbo de tequila, después le clavó un beso y se borró del panorama.
II
—Son unas "pildoritas" esas brasileras, se han ido sin pagarme los vasos rotos —reclamó la mesera en tono hostil mientras colocaba el singani, la jarra con el mezclador y los vasos cristalinos sobre la mesa del camerino.
—Tranquila, ya se fueron —respondió sonriendo el baterista.
La mesera expandió los ojos y, luego de coger la charola, salió del cubículo.
—La brasilerita me dijo que volvería —exclamó Simón, que examinaba la botella de singani con ínfulas de catador añejo—, la semana que viene debe partir a Manaus y hoy quiere parranda, pero no hay que dirigirle la palabra, yo no lo haré. Debe ser una "pildorita", como dice la mesera.
Los muchachos murmuraron y sonrieron al unísono, y Simón comenzó a servir el trago. Mientras lo hacía, habló sobre un operativo que había hecho la Policía hace unos días. En la ocasión, en un boliche cercano, habían detenido in fraganti a tres mujeres que le sustraían sus pertenencias a un trío borrachos dormidos, y en la requisa, los agentes les habían decomisado sedantes molidos. Alardeaba y bebía tan plácidamente que arrugó el entrecejo y clavó una filosa mirada a la puerta cuando ésta se abrió, pero luego la canjeó por una sonrisa cuando vio que era Libia, que no había tardado ni media hora en volver.
Su retorno motivó el silencio cómplice de la muchachada, excepto de Simón, que impulsado por la bebida y olvidándole de sus palabras, se creyó destinado a cogerla.
—¡Pero miren a quién tenemos aquí! —se le acercó, le invitó un vaso, la tomó por la cintura y la llevó al sillón del fondo— Ven acá y siéntate conmigo que tú y yo tenemos que platicar.
Trataba de hacerle conversación dándole de beber algunos sorbos, pero a momentos se sentía desubicado, pues el español de la rubia seguía sonando a portugués. Libia alternaba sus palabras con algunas miradas dirigidas a Áxel y tras cubrirse la boca para ocultar un bostezo, guardaba sus manos entre sus muslos y volvía a escuchar. El anuncio de la segunda tocada interrumpió a Simón y puso de nuevo a los muchachos en el escenario. Esta vez Libia, más sosegada, agarró una de las chaquetas tiradas en el sillón, se la puso de buen agrado y se limitó a mirar.
Terminado el show buscó a Áxel y se lo llevó a un rincón del escenario.
—Vamois a sentarnos a otro lado —le dijo, se acomodó sobre una caja improvisada al lado de la batería y le enseñó un billete de veinte bolivianos—. Compra cigarrillos.
Mudo, el joven recibió el dinero, miró hacía el camerino y se topó con los rostros de sus compañeros, todos lo observaban. Simón llevó su índice debajo de su párpado derecho, en el borde de la órbita ocular, y se abrió el ojo. Áxel hizo una mueca de haber entendido el mensaje.
—¡Eh, mejor te despacho a tu casa! —dijo, sin saber bien lo que haría. Libia asintió, entrecruzó su mano con la de su acompañante y salieron de la discoteca.
III
Afuera soplaba un tenue frío, aún había gente en las calles. La pareja caminó unos metros y Libia agarró un taxi.
—¿Pando y América? —le preguntó al chofer.
—30 bolivianos —respondió éste.
La rubia asintió y ambos entraron en el asiento trasero del vehículo. Las llantas comenzaron a rodar.
—Hay dinero en mi billetera, busca en el bolsillo derecho de la chaqueta —dijo Áxel. La rubia escrutó un par de veces, pero no halló nada. Al verla, el joven se extrañó un poco. "Ésas brasileras son unas 'pildoritas', se han ido sin pagarme los vasos", las palabras de la mesera irrumpieron con vibraciones sonoras en su cerebro, pero trató de disimular.
—Entonces, sólo tenemos los 20 que me diste. No nos alcanza.
La mujer fingió no escuchar y se puso a tararear una canción.
Áxel se quedó en silencio, el timbre cálido de Libia le hizo pensar unos minutos mientras el coche avanzaba a gran velocidad. La noche era caliente ahí adentro y todo se alternaba con algunas órdenes que la brasilerita le daba al chofer. De pronto, el muchacho ordenó parar el coche.
—¡Aquí me quedo! —exclamó con voz firme.
Libia lo miró súbitamente, posó sus labios en los de su acompañante y le habló tiernamente.
—No —le acarició una mejilla— Tú vais a mi apartamento.
El coche se internó en un callejón oscuro tan sólo iluminado por un enorme letrero de bordes relucientes con la inscripción: Atlántida, sobre éste se imponía la escultura de un gran terodáctilo prehistórico con las alas abiertas. Era la entrada de un hotel de diez pisos cuyas ventanas, a esa hora, eran casi imperceptibles.
El taxi se detuvo y Áxel sacó el billete. Libia, tras mirarlo, apoyó su pierna derecha en el borde del asiento y subió el botapié de su pantalón, su piel blanca resplandeció como un faro en la penumbra del vehículo, deslizó el cierre de su bota y de su media sacó un par de pendientes dorados, los juntó con el billete y se los ofreció al conductor.
—Con esto alcanza
El chofer recibió el efectivo y rechazó los aretes. Sin pensarlo, la rubia salió del coche y entró en el edificio por una puerta pequeña contigua al parkeo, la principal, de vidrio transparente, estaba cerrada.
—Espéreme un segundo —exclamó Áxel, que siguió la misma ruta de su ocasional pareja. Cuando se internó en el edifici, se encontró con un aire abrazador, plantas esmeradamente cuidadas, un living de terciopelo rojo, un televisor de pantalla plana y un mostrador con una colección de llaves plateadas fijadas en la pared. Un señor veía la TV y otro le daba una llave a Libia, que hurgaba en sus bolsillos. Sacó una moneda de cinco, se lo dio a Áxel y lo miró con ojos de cachorra tierna, como diciéndole: "No tengo más dineiro".
El joven no lo pensó más y buscó en su pantalón, tomó la única moneda que le quedaba y se la enseñó, Libia al darse cuenta señaló al coche con las cejas y Áxel corrió como un vasallo. Cuando volvió la brasilerita lo cogió de la mano y lo condujo hacia el ascensor, subieron al quinto piso, abrió una de las puertas y lo hizo pasar. Y ahí estaban: en la habitación número 502 del Quinto Piso del hotel Florida, varios pensamientos rondaban en la cabeza del muchacho mientras cerraba la cortina y contemplaba las tremendas curvas de la cintura de Libia, que yacía de espaldas, junto a su ropero, quitándose su top rojo para canjearlo por una polerita de algodón sin mangas que utilizaba para dormir. Frente a la cama, una película americana incitaba a la intimidad y sometía a la bombilla de luz que iluminaba la habitación, que, en dos minutos más, quedaría en penumbra.
La Paz, enero de 2005